jueves, 18 de febrero de 2010

Tres metros sobre el cielo.

Luego se apodera de él un extraño sufrimiento. No lo necesita. Está solo. Aquella idea le hace sentirse aún peor. No tiene hambre, ni sueño, no siente nada. Permanece así boca abajo. Sin saber por cuánto tiempo. Paulatinamente, vuelve a ver aquella habitación en días más felices. Cuántas veces, por la mañana, al despertarse, ha encontrado los pendientes de Babi sobre su mesita; cuántas veces su reloj; cuántas veces han estado juntos en aquella cama, abrazados, enamorados, deseándose. Sonríe. Recuerda sus pies fríos, aquellos diminutos dedos helados que ella apoyaba sobre sus piernas, más calientes. Después de haber hecho el amor, cuando se quedaban allí, charlando, mirando la luna por la ventana, la lluvia o las estrellas, igualmente felices, ya hiciera frío o calor. Acariciándole el pelo sin importarle lo que sucediese fuera, a pesar de las guerras, los problemas del mundo, las calles nuevas, la gente. Después la ve encaminarse hacia el baño, admira de nuevo enamorado aquellas marcas más claras sobre su piel, la sombra del traje del que se acaba de desprender, un sostén desabrochado. La oye reír a través de aquella puerta cerrada, la ve caminar con aquel aire cómico, con el pelo suelto, correr con timidez hacia la cama, tirarse sobre él, todavía fresca de agua, de lavados temerosos, todavía perfumada de amor y de pasión. Cuántas veces, muy a su pesar, ha llegado la hora de vestirse, de acompañarla hasta su casa. Entonces, juntos, en silencio, sentados sobre aquella cama, habían empezado a ponerse la ropa, sin prisas, pasándose de vez en cuando alguna prenda que pertenecía al otro. Intercambiando sonrisas y besos, poniéndose una falda, hablando agachados, mientras se ataban los zapatos, dejando la radio encendida, por poco tiempo, antes de volver. Dónde estará en este momento. Y por qué. El corazón le da un vuelco.

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